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José Cardona-López

Dr. Jose Cardona LopezPalabras para doña Elena

José Cardona-López

Agradezco la invitación que se me ha extendido para dirigir unas palabras en este acto tan especial en que nuestra universidad va a otorgar el título Honoris causa a la escritora y periodista Elena Poniatowska. Es este un acto único y de gran relevancia en toda nuestra comunidad universitaria y vida académica.  

En Colombia, al igual que en otros países, hemos aprendido a recibir los asombros por la vida y sus desgarramientos acompañados por ese corazón descalzo que mientras canta en tiempo y modo de ranchera le manda quejas al destino y decires al amor. En el siglo pasado, sin dejar las letras de José Alfredo Jiménez y otros compositores, toda una juventud entró a la nueva música que arrollaba al mundo de los sesentas, y a la que venía de México muchos le declararon fiel militancia. Nombrar aquellos años es estar bajo las luces cenitales de una década increíble en la que de escuchar y bailar música rock muy Colonia Roma, llena de popotitos, despeinadas, magias blancas y peras maduras, se pasó de la mano de Carlos Santana y su guitarra a estar en la calle desclavando cielos viejos y rotosos para instalar los que se iluminaban al otro lado del lindo arco iris de aquellos días, como hacía la juventud en todo el mundo, desde Nueva York a Tokio, desde el D.F. a Buenos Aires, y siempre pasando por París, claro.  

Entre las tantas noticias y hechos que en todo el mundo dejó 1968, la masacre de Tlatelolco apareció registrada en un número especial y muy robusto de la revista Life, mostrando unas fotos impresionantes que llegaban a ocupar las dos páginas de tamaño semitabloide. Tales fotos y crónicas luego pasarían a ser la vivencia testimonial de los hechos por parte de Elena Poniatowska, por parte de su hermosa, sincera e incisiva palabra escrita. Voces del silencio, jóvenes con sus vidas ya asaltadas por la muerte, habitantes anónimos de una ciudad y un país sitiados que le hablaban al mundo para decir las verdades de la historia no oficial, nos llegaba a nosotros gracias a la labor periodística y literaria de doña Elena. La noche de Tlatelolco (1971) circulaba y circula por el mundo destapando ojos, oídos y conciencias, cruza toda la historia reciente de Hispanoamérica como registro de una prolongada y profunda grieta social y política que no cesa, que sigue con otras noches horrorosamente similares y con el mismo elenco de actores, con los mismos sacrificados y tan guerreros que vienen desde los muchos de siempre.

Pero antes de que doña Elena por escrito se pusiera en los zapatos de quien nos acompaña en la misma acera, el autobús o el metro, ella lo ha sabido hacer con quienes la han conocido de cerca. Hablo de doña Elena en los terrenos de la amistad, esa manera de estar en el mundo y que nos confirma existencias. Hoy quiero decir que dos escritores que debieron salir de Colombia a las volandas también supieron encontrar en el corazón de doña Elena la mano franca que en sus versos a la amistad sembraba y cultivaba José Martí. Hablo de Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez. 

A Mutis ella lo conoció en esos corrillos de magnetismo y admiración que él provocaba. Hombre bien puesto y compuesto siempre, cargado siempre de anécdotas, poesía y buena conversación literaria, que cuando reía el sonido de su risa era como una copa de cristal estallándose  en el piso, igual a la de Pilar Ternera en la casa de los Buendía. Su cultura era impresionante y, ya lo dice doña Elena, sabía hacer feliz a quien estaba a su lado.  Mutis estuvo en el Palacio Negro de Lecumberri durante quince meses, y la amistad y solidaridad que doña Elena le deparó le ayudó a superar la prueba del horno de hielo de la cárcel.  Ella lo visitaba con frecuencia, varias veces lo hizo acompañada de Luis Buñuel, y le llevaba libros. En las ausencias de ella, Mutis le enviaba unas cartas largas y conmovedoras, mismas que en 1997 doña Elena las reunió en un libro que tituló Cartas de Álvaro Mutis a Elena Poniatiowska. Al leerlas nos damos cuenta de cuán importante fue para Mutis la relación de amistad que los dos tuvieron desde las paredes de Lecumberri. Ella, dice Mutis, le llevaba “cachitos de una libertad que ni en la calle [podíamos] gozar.”  Gracias a la amistad de doña Hélène, como la llamaba él en esas cartas, con ache y sus tildes cruzadas a lo francés en las primeras dos ees, Mutis volvió a comprobar que por la amistad “vivir es cosa que bien vale la pena.”

Luego de la salida de Mutis de la cárcel, luego de que gracias a la insistencia de doña Elena él publicara Diario de Lecumberri (1960), ellos van a verse poco, pero la amistad siempre va a estar ahí de pie.  Cuando los dos se veían, para ambos era un gusto y alegría grandes.  Ante ese dejarse de ver por largo tiempo mientras eran amigos, el mismo Mutis le decía a doña Elena que “[l]a amistad no necesita del contacto y del diálogo continuo, no es una comisión. La amistad queda como un calor y como algo tuyo que llevas adentro. No necesita alimentarse. Basta con cerrar los ojos, acordarse de los amigos y verlos de vez en cuando.” Y esta forma de ejercer el bello oficio de la amistad, Mutis la va a compartir luego con Gabriel García Márquez. Ambos vivían en sus casas, separadas de pocos metros de asfalto, y por años ni se veían. Cuando querían darse fe de su amistad viéndose las caras y los corazones, primero se llamaban y organizaban espacio y tiempo para hacerlo.  

Acabo de nombrar a García Márquez,  y de esta manera en mis palabras aparece la tercera punta del triángulo de amistad que Gabo, ella y Mutis tuvieron y ejercieron a carta cabal. Recientemente, con motivo de la presentación oficial del archivo del patrimonio literario de Gabo que adquirió la Universidad de Texas en Austin, doña Elena cerró el simposio que por tal motivo se realizó. En sus palabras dijo que lo había conocido bailando cumbia en una de las fiestas de Carlos Fuentes, el gran anfitrión de los hacedores del boom de la novela  hispanoamericana, según lo testimonia José Donoso.  Bailaba cumbia, pero en sus ojos había un rayo de angustia, dice ella, porque necesitaba ir a sentarse a escribir Cien años de soledad. Y lo que son las cosas de la vida o el destino: México, otro país de los que sí saben lo que es tener la tierra moviéndose con ferocidad bajo las suelas, fue el país desde donde Gabo armó ese gran sacudón para las letras universales que fue y ha sido su novela. O para dejar que más bien hable la poesía, como es mejor siempre, o que hable doña Elena, que para este caso acaba por ser lo mismo, “con sus Cien años de Soledad, García Márquez le dio alas a América Latina y es ese gran vuelo el que hoy nos vuelve, nos levanta y hace que nos crezcan flores en la cabeza.”

Cuando Gabo en una pensión de la Bogotá de los años cuarentas empezó a leer La metamorfosis de Franz Kafka, casi se cae de la cama. A él todavía le faltaba mucho oficio en la literatura y el periodismo. Cuando doña Elena  salió de la cama a responder la llamada con la que le anunciaban que se le había otorgado el premio Cervantes en 2013, casi se cae, confiesa ella. Para ese entonces doña Elena ya había demostrado suficiente oficio con la palabra escrita. Ambos a punto de caerse por las sorpresas que da la literatura a los autores, con lo que también quiero decir que hasta en eso se parecen los dos, hasta en la contingencia que es el estar a punto de irse al suelo porque la literatura lo decide.

Al día siguiente de ella enterarse del premio Cervantes, aquel que con su Kafka y otros muchos bien leídos ya había cruzado hasta Estocolmo para recibir el Nobel, se apareció en la casa de ella con un enorme ramo de rosas amarillas para felicitarla. Y aquí viene otra confesión por parte de doña Elena. En una maravillosa columna que escribió el 25 de noviembre de 2013 nos dice que aquella mañana vio mariposas amarillas donde no acostumbraba verlas, luego sintió un olor a guayaba donde siempre olía a sacristía, y al poco rato apareció en la puerta de su casa un hombre llamado Genovevo para decirle que afuera estaba el señor. El señor era nadie menos que Gabo, quien por una ventanilla alargaba su mano cargada de rosas amarillas para entregársela a ella. De inmediato, dice doña Elena, “[l]a camioneta se convirtió en un solo enjambre de mariposas amarillas que aleteaban en su cabeza.”

Gabo y doña Elena, cada quien con sus delicadezas de ejercer la amistad, siempre se la confirmaron mutuamente. Ahora me da por pensar que tras esa amistad de los dos algo también le ponía  sus buenas puntadas blancas de sinceridad y solidaridad a sus vidas, el periodismo. Gabo nunca renunció a él, y a veces se sentía más periodista que escritor, doña Elena tampoco ha renunciado, y se mueve toda campante en un espacio y otro, llevando siempre bajo el brazo ese pasaporte que le da el oficio de hacer también crónicas, entrevistas  y literatura testimonial. Por lo que ha hecho en todos esos campos de la palabra escrita, en la literatura en general, es que hoy doña Elena recibe el Honoris causa por parte de Texas A&M International University. Si ella me lo permite, quisiera añadir que también lo recibe por ser o haber sido (siempre dará lo mismo) amiga de Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez, también por serlo de tanto otros, no solo del mundo literario. Mejor dicho, el título que hoy se le otorga es también para su corazón. Y qué bien que las cosas del corazón sean otra vez causa de honores, sobre todo cuando quien recibe este título tiene Amor como segundo apellido. Muchas gracias.